jueves, 1 de noviembre de 2007

Lima no se va

Nunca llegué a saber porqué de la diversidad de sobrenombres con que la gente lo conocía. Algunas veces escuché que le decían “Canebo”, otras “Watson”, más de las oportunidades “Negro”, pero muy pocos lo llamaban por su nombre de pila. Su madre solía gritarlo - el nombre - cada vez que no divisaba al inquieto muchacho en los alrededores de la pequeña casa que compartían con un hombre viejo, serio, de poco hablar, mucho roncar y que no era el padre. Era intensamente negro, tanto que en más de una calurosa y oscura noche se atrevía a caminar desnudo al amparo del pobrísimo alumbrado que existía en el callejón de un solo caño donde vivía. Salvo uno que otro avispado pocos lo advertían.

Así era de negro y también de travieso. El estudio no lo caracterizaba, pero era extraordinariamente afable cuando se lo proponía. Creo, sin embargo, que era un negro extraño: poco le interesaba Alianza Lima y el fútbol; ignoraba quien había sido Mauro Mina; corría hacia la derecha si la bronca surgía a la izquierda; y poco le llamaba la atención juntarse con gente que compartiera una porción de su color. Sin embargo, tenía la energía suficiente para silbar, cantar y bailar, si fuera posible todo el día.

Llegué a establecer una amistad muy cercana con "Canebo", "Watson" o "Negro", pese a que compartíamos muy pocas aficiones. Caminábamos juntos por las calles de la vieja Lima, aquellas por donde los mayores afirmaban que en alguna misteriosa y lejana noche vieron pasear al mismísimo demonio. Esos relatos además de sublevarnos nos unían en la necesidad de descubrir lugares que imaginábamos recónditos y hasta ultraterrenos.

Nos juntábamos muy temprano para emprender la aventura, y jurábamos, al internarnos en lo que creíamos que era un bosque encantado o una abandonada vereda, que llegaríamos a sitios donde sólo Dios nos podía amparar, o que no retornaríamos hasta sorprendernos con algún importante hallazgo.

Confieso que nunca nos dimos plenamente cuenta lo que lográbamos, pero entre correrías, empujones, juegos, lisuras, alguna pequeña pelea, besos volados a lindas chicas y burlas para las más feas, poco a poco fuimos internalizando la historia de una gran ciudad y de sus también grandes personajes.

Lo primero en llamarnos la atención fue la inexistencia de puertas para usar la llave que a distintas y extrañas personas entregaba un señor muy elegante que fungía de alcalde.

Sin embargo, nos enteramos que justo en la frontera entre la realidad y nuestra fantasía, es decir, entre nuestra calle y las que íbamos a comenzar a explorar, en la época colonial fue levantada una gran muralla con una enorme puerta, la cual se abría única y exclusivamente para los amigos. Años después quedó en evidencia que no era inexpugnable porque la venció don Nicolás de Piérola.

Si bien ahora no escuchábamos cascos de caballos ni el agudo ruido de sables, bien podíamos imaginar por donde había ingresado el líder civilista a conquistar Lima casi a fines del siglo XIX, y hasta conocimos el lugar donde se reclinaron sus huestes para pedir protección a la Virgen de Cocharcas, y la pequeña plazuelita del Teatro, ahí donde no sólo establecieron su cuartel general sino que permitieron descansar a los equinos, mientras que los sufridos jinetes curaban sus heridas en el pequeño hospital conocido ahora como 2 de Mayo.

Vivíamos extasiados el recorrido y al encontrar raras marcas en antiguas paredes pensábamos que eran parte de un código secreto inventado por los combatientes, pero luego estallábamos en carcajadas porque nos percatábamos que era pintura reciente.

El andar nos llevó a rincones, descubrir monumentos y lugares que ya no existían más que en el recuerdo de algún viejo zapatero, pero también nos permitió enterarnos de leyendas, como la de “La piedra del diablo”, aquella del hoyo en el centro, por donde se afirma que escapó un demonio encolerizado.

En fin, caminamos mucho, nos divertimos más, pero de seguro aprendimos, a lo mejor sin querer, a creer en nuestra ciudad y a amarla. De Negro, como llamaba a mi amigo en ratos de buen y mal humor, no sé más. Alguien me dijo que hace mucho tiempo también pasó a ser historia.

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