domingo, 28 de octubre de 2007

Cuánto te extraño viejo y querido amigo

La primera vez que estuve muy cerca de él tendría seis o siete años, y a pesar de la incipiente edad fue muy fácil reconocerlo. En la radio había escuchado hablar mucho sobre él; además, a diario lo apreciaba en periódicos, y la televisión, a pesar de ser en blanco y negro, lo mostraba en todo su esplendor. Pero también me había percatado que en calles y microbuses la gente llegaba hasta los golpes en su defensa.

Sin embargo, fue mi padre quien me acercó antes que nadie a él. Ahora recuerdo como muy atentamente escuchaba las historias que relataba, casi todas épicas y gloriosas. Se excitaba al rememorar las veces que le regalaba tardes o noches de alegría y hasta sentía un extraño placer al admitir que tambiñen lo sumía en profundas tristezas.

No podía ser de otra manera: lo terminé admirando, y como ocurre con todos los niños, la admiración se transformó en acelerada pasión. Por eso, cuando llegó el día en que mi padre me llevaría a conocerlo me invadió el nerviosismo que me sigue conquistando cada vez que debo enfrentar una experiencia nueva.

Ambos eran muy amigos, lo que aliviaba mis tensiones. La presentación, en consecuencia, no tendría que ser rigurosa, ceremonial, protocolar. Por el contrario, sería festiva y de mutua confianza. Ni siquiera pensaba que podía defraudarme por algunas de las razones o sinrazones que había escuchado gritar en calles o microbuses.

Partimos a su encuentro a las seis o siete de la tarde, ahora no lo recuerdo bien. Mi padre decidió dejar en casa el grandioso Chevrolet del 56 para llevarnos al encuentro en los ahora desaparecidos colectivos, clásicos Ford de los años 30, que penosamente transitaban hasta Chacra Colorada.

Antes de abandonar la vieja casa de mi amado barrio de El Porvenir me explicó que miles acudirían a la cita. Mi hermano, que dada su corta edad no entendía muy bien o que iba a suceder, estaba muy entusiasmado, y mi madre escuchaba desde la cocina, y aunque ni en ésta ni en otra ocasión nos acompañó, estoy seguro que siempre compartió la emoción.

El corazón me saltaba cuando llegamos al recinto. Efectivamente, eran miles los que estaban ahí, la mayoría ya lo conocía y sólo aguardaba que aparezca para ovacionarlo. Ansioso tomé asiento. De pronto, sorpresivamente, aunque con una escrupulosa puntualidad, ingresó, y la gente no paró de aplaudir y saltar; de reír y batir banderas; de levantar en hombros a los más pequeños para que llenen sus pupilas con la figura que se abría paso; de cantar. Comentaban, conversaban, se abrazaban y estrechaban las manos, incluso hasta los desconocidos. Yo miraba fijamente la escena, estaba demasiado impresionado para manifestar algún sentimiento.

Aquella noche fue elegante, distinguido, fino, donairoso, pero también atrevido, fuerte, valiente y, sobre todo, decidido. Era lo que había advertido mi padre, y que al descubrirlo personalmente no podría dejarlo de admirar por el resto de mi vida.

Retornamos a casa. Feliz porque además de haberlo conocido logré comunicarme con él. Llené mi espíritu de su ser. Lo rememoré en sueños. El señor Fútbol, en consecuencia, se convirtió, justo cuando comenzaba la década de 1970, en un muy querido amigo. A partir de ahí, ¡oh, querido e ingrato amigo! Cuánto me has hecho sufrir.

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